A menudo la observaba cuando, antes de ir al trabajo, paseaba a aquel perro que más bien parecía una rata con collar. Siempre escondida tras las gafas grandes y feas. Debía tener unos cuarenta años y vivía sola. Bueno, vivía con la rata, pero sola. Su aspecto siempre descuidado, no sucio ni chabacano, simplemente mal combinado, le daba la impresión de haber desistido en la búsqueda de esa cosa que, para él, toda mujer debería buscar. Era fea, mayor y, si vivía en aquel barrio, mucho dinero tampoco tendría. A la pobre le pillaba todo. Pero a diarío le ofrecía su mejor sonrisa, su mejor buenosdías cuando se lo cruzaba en los jardincillos del barrio (ni para parque tenían), y eso le gustaba. No era, desde luego, la única persona que le saludaba a diario, pero era a quien con más entusiasmo respondía.
Todos los días se quedaba con ganas de entablar esa conversación estúpida que se entabla con los vecinos desconocidos de toda la vida para algún día ir cogiendo confianza y poder decir: -Puedes llorar en mi hombro.- Él siempre pensó que lo más triste de la vida de aquella mujer era no tener con quién llorar. Pero ningún día decía nada porque, pensaba, igual ya se le secaron las lágrimas.
Se sintió bastante ridículo aquel veinticuatro de diciembre cuando, como todas las mañanas, se cruzó con ella y con la rata. De repente se vio con aquel regalo en el bolsillo. -Qué estúpido eres- se decía a sí mismo, -esta mujer se va a reir de ti.- El día anterior había comprado en el bazar del barrio un regalo, un detallito, se decía él, que por la noche había envuelto con cuidado pero con poca maña en aquel papel decorado con ositos y estrellas. La mujer saludó como todas las mañanas y él respondió como todas las mañanas. Y ahí se quedo, con el detallito en el bolsillo del chambergo y el hombro sin que nadie llorase en él.
La mujer se alejó pensando: -Es que a ver a cuento de qué le voy a regalar yo nada a este hombre. Va a pensar que soy una loca.- Y en el bolso la manta eléctrica (envuelta en papel de ositos y estrellas) que vio tan práctica para aquel señor tan amable que, según la de la carnicería, se había quedado viudo hace seis meses.