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amoresdecuartodehora

Frente al espejo.

El cuarto de baño era algo destartalado, estaba limpio, pero se notaba que había sido limpiado con la misma parsimonia diaria durante años. Encima del lavabo que nunca dejaba de gotear, con grifos en forma de trébol de cuatro hojas, estaba el espejo, que tenía la doble función de armarito, con los cantos que en algún momento fueron niquelados y brillantes. El espejo tenía el azogue gastado y mostraba manchas oscuras en las esquinas desde hacía muchos años, el empleado número 6325 ya no sabía si esas manchas eran suyas o del espejo. Pero esta vez, cuando cerró la puerta del armarito y se vió reflejado, quedó sorprendido. -¿Quién eres tú?- preguntó a la imagen-. Tal vez fue hace mucho tiempo o tal vez ocurriese hace diez minutos, pero fue en este instante cuando comprendió que habia dejado de amarse.

Cuento de navidad.

A menudo la observaba cuando, antes de ir al trabajo, paseaba a aquel perro que más bien parecía una rata con collar. Siempre escondida tras las gafas grandes y feas. Debía tener unos cuarenta años y vivía sola. Bueno, vivía con la rata, pero sola. Su aspecto siempre descuidado, no sucio ni chabacano, simplemente mal combinado, le daba la impresión de haber desistido en la búsqueda de esa cosa que, para él, toda mujer debería buscar. Era fea, mayor y, si vivía en aquel barrio, mucho dinero tampoco tendría. A la pobre le pillaba todo. Pero a diarío le ofrecía su mejor sonrisa, su mejor buenosdías cuando se lo cruzaba en los jardincillos del barrio (ni para parque tenían), y eso le gustaba. No era, desde luego, la única persona que le saludaba a diario, pero era a quien con más entusiasmo respondía.

Todos los días se quedaba con ganas de entablar esa conversación estúpida que se entabla con los vecinos desconocidos de toda la vida para algún día ir cogiendo confianza y poder decir: -Puedes llorar en mi hombro.- Él siempre pensó que lo más triste de la vida de aquella mujer era no tener con quién llorar. Pero ningún día decía nada porque, pensaba, igual ya se le secaron las lágrimas.

Se sintió bastante ridículo aquel veinticuatro de diciembre cuando, como todas las mañanas, se cruzó con ella y con la rata. De repente se vio con aquel regalo en el bolsillo. -Qué estúpido eres- se decía a sí mismo, -esta mujer se va a reir de ti.- El día anterior había comprado en el bazar del barrio un regalo, un detallito, se decía él, que por la noche había envuelto con cuidado pero con poca maña en aquel papel decorado con ositos y estrellas. La mujer saludó como todas las mañanas y él respondió como todas las mañanas. Y ahí se quedo, con el detallito en el bolsillo del chambergo y el hombro sin que nadie llorase en él.

La mujer se alejó pensando: -Es que a ver a cuento de qué le voy a regalar yo nada a este hombre. Va a pensar que soy una loca.- Y en el bolso la manta eléctrica (envuelta en papel de ositos y estrellas) que vio tan práctica para aquel señor tan amable que, según la de la carnicería, se había quedado viudo hace seis meses.

La otra sonrisa.

Una espesísima lluvia que alivia el sopor canicular de agosto. Finísimos cristales que antes de llegar al suelo ya son vapor de agua. Todo se figura como una imagen mal sintonizada de televisión. Al fondo, el puente que lleva a esa parte de la ciudad en la que todo se ramifica en callejuelas estrechas. Los finos capilares de los órganos más infectos de la ciudad. El hígado, los riñones de Madrid. Y tras la lluvia, el puente y las venas está ella, que es humo sucio, ligera y bella. Lleva rato empapada y hace como que no se da cuenta, sigue sonriendo a todo el que pasa delante y frena el paso. Sonríe tras una sonrisa. A los hombres que pasan les regala una sonrisa tan húmeda y caliente como lo está el asfalto bajo este chaparrón de agosto. Y para ella se guarda otra sonrisa, la que no regala a nadie, como de pan dulce. Sabe que se vende y no le importa. A mí tampoco. Porque se vende puedo verla desde el puente. Porque se vende y porque cree que no la mira nadie puedo ver cómo se regala sus sonrisas que son como un corte de manga al mundo, porque ella sabe quién es. Yo sólo me puedo imaginar por qué anda con la cabeza tan alta a pesar de ser puta. Imagino a unos niños en un negro pais de negros recibiendo ese sueldito cada mes. O la imagino sabiendose dueña del tiempo que le queda bailando en algún bar, donde quiera que estén los bares donde van las putas cuando aparentan no ser putas, y mandando a la mierda a los hombres que quieren restregar su calentón con muy poco disimulo. ¿De dónde salen las sonrisas que son para ella?
Por un momento parece que está sola sobre la faz de la tierra o por lo menos en aquel riñón de Madrid que es un mundo entero. Y al cabo de un rato me ve a lo lejos, empapado también, y sus ojos me atraviesan, negros como ella, sexuales y tristes. Los pezones bajo la fría camiseta también me miran y su cintura se mueve al ritmo del temblor de mis piernas. Me sonríe. Pero lo hace como cuando sonríe al resto de los hombres y además añade un gesto procaz invitándome a que me acerque. No tengo dinero para pagar su cuerpo a no ser que mi cuerpo puediera llegar a pagar las facturas de su vida.
Por un momento, empapados los dos, perdidos los dos, estamos a punto de besarnos a doscientos metros de distancia, parece que me va a regalar una de sus sonrisas privadas, pero acaba soltando una carcajada casi histérica. Por un momento pensé que su pelo negro y brillante podría amarme, que sus dientes blancos podrían amarme, que sus pechos duros podrían amarme. Me doy la vuelta y abandono el puente de vuelta a la parte segura de la ciudad. Por un momento la hubiese rescatado. Pero no tengo dinero para pagar quince minutos con ella.

En su coche.

-Es que te quiero mucho- Él es un chaval joven con ojos de animal apaleado de no más de 18 años.
-Ya lo sé- A su lado, en el asiento del conductor del coche gris familiar, con cara de suficiencia y dominando el terreno, un hombre bastante más mayor aunque muy cuidado. Debe tener unos cuarenta pero podría pasar por un treintañero recién cumplido.
-Pero tú no me quieres a mí- dice comenzando a besar a su ídolo. El hombre se deja hacer y el chico adula su hombría besando todo su cuerpo con total reverencia. La mano del hombre apoyada en la nuca del chico conduce su cabeza hacia el destino de entrepierna mientras el chico quiere entretenerse en el resto de la piel.
-Alguna vez podríamos quedar para hacer otras cosas, ¿no?- Dice el chico con la cabeza obligada por la mano inquisitiva y la boca ya debajo del ombligo.
-Sabes que no- Dice dejando de hacer fuerza. Y tras soltar una carcajada replica: -Si quieres nos vamos tú, yo y las niñas a pasear por el parque.- El muchacho calla y se seca una lágrima. El hombre mira al frente.
-El otro día te vi con ellas, con tus hijas.- El hombre le mira por fin a los ojos, pero el muchacho acobardado congela la mirada en el suelo del coche.
-¿Con mis hijas?-
-Sí, a la salida del colegio. Vi tu coche y me acerqué a ver si te podía saludar, pero ellas no me vieron... Tú tampoco-
-¿Tú estás tonto? ¿Y si me ven contigo qué coño crees que pueden pensar?-
-Podrían pensar que soy un alumno tuyo o alguien de la catequesis, siempre dices que parezco más niño de lo que soy... que eso es lo que te gusta de mí, que...- El hombre da un golpe en el volante y deja callado al chico.
-¿Te crees que mis alumnos van chupando pollas por ahi al primero que se encuentran?- El muchacho ya no se preocupa de secar una lágrimas que salen sin escándalo pero en una corriente fluida. Se oye el golpe seco y hueco del cierre centralizado de las puertas. El hombre no lo va a echar del coche, tal vez eso sería gastar mucha saliva. Siempre hace lo mismo, cuando quiere que se vaya abre las puertas.
-Si quieres te la chupo- Se vuelve a oir el ruido de los seguros cerrandose.
-Ya era hora de que dejases de decir gilipolleces. Si quedamos ya sabes a lo que vienes. Niño, que no te enteras de lo que yo me juego viniendo aquí y poniendo excusas a mi mujer para que me vengas con niñadas de las tuyas. Si tanto me quieres vas a dejar de hacer el imbécil y a ponerte a lo que tienes que hacer- El hombre se baja la bragueta y vuelve a conducir la cabeza del muchacho con la mano en su nuca a la antena de su placer. El chico calla y se deja conducir como ha hecho todos los viernes de madrugada desde hace dos meses. Pasado un cuarto de hora, con la boca manchada, busca un gesto, una sonrisa del hombre y éste, con cierta condescendencia acaricia la barbilla del chico, que responde con un garabato de sonrisa. Se vuelve a oir el riudo seco del cierre centralizado.